Comentario
El descubrimiento de América por España en 1492 constituye un hecho indiscutido y claramente registrado en los anales de la Historia Universal. No resulta sin embargo tan conocida, ni mucho menos ha quedado adecuadamente registrada, la subsiguiente acción de los navegantes y exploradores españoles que, durante los tres siglos posteriores al descubrimiento de Cristóbal Colón, surcaron las aguas del océano Pacífico.
Desde que Vasco Núñez de Balboa avistase por primera vez el océano Pacífico y Magallanes se adentrase en sus aguas en 1520, se sucedieron las expediciones españolas. Hubo un tiempo en el que el Pacífico era "un lago español". Primero fueron las expediciones a las Molucas. En una segunda etapa, y ya desde el virreinato de México, se emprendió la colonización de Filipinas, que consolidó Miguel López de Legazpi (1564-65), y la exploración del Pacífico norte. La tercera etapa la constituye la búsqueda de la Terra Australis Incognita y la exploración del Pacífico sur. El punto de origen en esta tercera etapa era el virreinato del Perú. También el nombre actual del océano es español: a causa de la tranquilidad de las aguas y de la bonanza del tiempo, resultaba, en general, tan placentera la ruta de vuelta del Galeón de Manila, desde Acapulco a Filipinas, que se le dio al océano el nombre de Pacífico o Mar de las Damas.
Es de notar, sin embargo, que abundan otras opiniones, según las cuales, fue el capitán de la marina inglesa, James Cook, el que por primera vez recaló, por ejemplo, en las islas Hawai durante el curso de su tercero y último viaje. Lo cierto es que, hasta la segunda mitad del siglo XVIII, en un gran número de cartas náuticas se representaban aquellas islas con topónimos tan rotundamente españoles como la Vecina, la Desesperada o de los Monjes, en una latitud sobre la línea ecuatorial que sólo podía corresponder a las Hawaii. Cook, en su diario, se apresuró a rechazar la posibilidad de un anterior descubrimiento español con un argumento peregrino: "de haberlas descubierto, hubieran sacado mayor provecho de ello". Olvidaba que también descubrieron grupos de islas como Tuamotú, Santa Cruz, Nuevas Hébridas (hoy Vanuatu), Salomón y Marquesas, que nunca ocuparon, y a las que apenas volvieron.
Antes del inicio de la década de 1880 y de la revolución industrial, las islas del Pacífico no presentaban especial atractivo de índole económica para las grandes potencias europeas, salvo los grandes archipiélagos de Filipinas, Indonesia y Malasia, que contaban con una situación idónea para el comercio y la instalación de plantaciones.
Excepto Holanda y España, el resto de las potencias sólo tenían interés en poseer bases comerciales y puertos seguros para sus flotas mercantes y de guerra que operaban en la zona. Sólo en el último cuarto del siglo XIX, al desarrollarse la ruta de vapores a través del Pacífico, se requerían bases de aprovisionamiento de carbón y puntos de anclaje para el telégrafo submarino. Hubo una aparición masiva de balleneros, de comerciantes de "reclutadores" de esclavos para el trabajo de las plantaciones. A continuación llegaron los misioneros.
La nueva situación alteró el status internacional y la valoración de las pequeñas posesiones que sembraban el Pacífico. Así surgió lo que se denomina "nuevo imperialismo". El Acta de la Conferencia de naciones europeas que se celebró en Berlín en 1885, en la que España representó un papel muy poco brillante, sentó las bases jurídicas del nuevo reparto colonial. Si en los años precedentes, el mero "descubrimiento" concedía ya el derecho de propiedad sobre "la tierra descubierta", la situación ahora cambió: los derechos históricos ya no tenían valor; no bastaba el envío de unas lanchas cañoneras, el establecimiento de una guarnición y la comunicación a las demás potencias de una toma de posesión. Se abría una época en la que para satisfacer las apetencias de nuevos territorios de las naciones imperialistas había que proceder a la "redistribución" de las antiguas posesiones.
El nuevo código supuso la prescripción de todos los derechos históricos no refrendados por una ocupación efectiva. Españoles, británicos, holandeses, franceses, alemanes y, más tarde, estadounidenses y japoneses se repartieron las islas y las aguas del Pacífico, sus rutas comerciales y sus habitantes, no sin entrar en un choque de imperialismos, en que se vieron involucrados los propios oceánidas. Pero, a partir de la década de los 60 del siglo XX comenzó, con ritmo imparable, la descolonización. Sin embargo, los tiempos se presentan difíciles en muchos de estos nuevos países, porque las potencias colonizadoras no les dejaron la infraestructura adecuada para acomodarse a este nuevo mundo de competencia salvaje.
La verdad es que, en algunos casos, podríamos preguntamos qué es lo que la civilización europea les ha aportado que, verdaderamente, merezca la pena: se controlaron sus enfermedades endémicas, como la malaria, pero se introdujeron otras nuevas contra la que no estaban inmunizados; se crearon expectativas de mejora de vida y de acceso al consumo, pero éste resultó inalcanzable para el 90 por 100 de la población que, en algunos lugares, respondió con los famosos cultos cargo: se llama así al culto que los nativos profesaron a principios de siglo a la carga que los barcos o los aviones traían para proveer las necesidades de colonizadores y misioneros: creían que todas aquellas cosas -carne en lata, leche, armas, etc. se las enviaban a ellos sus antepasados, y los blancos (a los que, durante algún tiempo, también creyeron antepasados desteñidos) se quedaban con ellas, lo que dio motivo a peligrosas revueltas.
La colonización les privó de sus modos de vida y de sus creencias ancestrales, sustituyéndolas por otras difíciles de comprender y de poner en práctica. La gran mayoría de la población ha tenido que volver a su economía de subsistencia, pero ahora cubiertos de harapos, porque los misioneros les dijeron que su espléndida desnudez era impúdica. Eso sí, prácticamente todas las tierras oceánicas han recuperado en los últimos años su independencia o su autogobierno. Muchas han adoptado nombres nuevos, y los oceánidas están volviendo a sentir, cada vez más, el orgullo de su propia identidad.